miércoles, 2 de julio de 2008

El calor

Cuando llega el calor te echo más de menos que nunca. Mis manos pegajosas de sudor buscan sin querer un cuerpo al que adherirse, tu cuerpo liviano bajo la ropa veraniega que enseña tu tibieza, escandalosa como ninguna. Creo que de tus poros se escapa un vapor febril que cruza distancias para empañarme la vista. Debería pedirte que te taparas, amor de melocotón, que no mostraras impúdica los rincones secretos que quiero sólo para mí. No me llames loco, no son los celos de un demente los que me tientan a gritarte que te cubras, es sólo que te echo de menos más que nunca.

Cuando llega el calor y te sueño en mis noches, las sábanas se vuelven telarañas gomosas bajo mi cuerpo desnudo. Y clamo al techo que quiero cocerme vivo dentro de tu fuego, llorar gotas de amor sobre tu pecho glorioso, abrasarte en la jaula de mis brazos, quemarte en mi infierno, no echarte de menos.

Si no fueras así, preciosa, si tu corazón no fuera el glaciar eterno en el que se consumen mis llamas sin apenas rozarte... Si quisieras salir tan sólo una vez de tu pozo invernal para rebozarte en la arena ardiente de mis dedos... Ojalá el verano lograra convertir tus venas de hielo en brasas para alimentar mis deseos. No sabes cuánto te echo de menos cuando llega el calor.
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egl, 2003

lunes, 9 de junio de 2008

Telebasura

Los intelectuales no paraban de pregonar que la televisión era un medio pobre, contaminado, sin ninguna pretensión educativa. Pero a él le entretenían las voces que reían o discutían en su caja tonta. Se quedaba hipnotizado mirando las psicodélicas imágenes, sin importarle ser un consumidor más de lo que llamaban ‘telebasura’.

Un día llamó el vecino para pedir un poco de sal. Mientras esperaba, asomó la cabeza por la puerta y se asombró.
- ¿Tiene problemas con su televisor?
- ¿Por qué lo dice?
- No está bien sintonizado. Debería llamar al técnico.

Y él que pensaba que por eso la llamaban basura...

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egl, 2003

viernes, 23 de mayo de 2008

Pop-nevera

He comenzado un nuevo proyecto: la decoración de mi nevera. La idea me nació al ver un tomate muy rojo y solitario en la bandeja central. “¡Que San Warhol me ilumine!”, recé mientras colocaba a su lado un pimiento verde esperanza y una zanahoria naranja fosforito.

Añadir a mi obra un plátano inmaculado, con su amarillo intacto y sus perfectas manchitas negras, resultó fácil. Lo más terrible fue conseguir dos cerezas rojo sangre y una rodaja de sandía rosa chicle. Nunca volveré a esa frutería.
A mí me encanta mi nevera ‘pop’. Pero mis amigos opinan que me aburro demasiado.

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egl, 2003

lunes, 5 de mayo de 2008

Diario de un jubilado

21 de marzo de 2136
Científicos estadounidenses han desarrollado un programa informático que permite distinguir aficiones de vocaciones. El procedimiento es sencillo: un avanzado software de señalización de pensamientos conectado a un escáner cerebral corriente, de los que podemos encontrar en cualquier tienda especializada.
Bravo por los yanquis, pero el invento llega cuatro décadas tarde a mi vida. Si entonces hubiera dispuesto de semejante artilugio, otro gallo habría cantado. En vez de cobrar mi ridícula pensión de ingeniero de Caminos, sería un feliz entomólogo y no tendría cientos de mariposas disecadas prendidas con alfileres en las paredes de mi casa.
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egl, 2003

miércoles, 9 de abril de 2008

No quiero morir así

- No, por favor... ¡no quiero morir así!

El sol brillaba con una intensidad inusitada el día en que yo estaba destinado a morir. Me levanté de buen humor, como solía pasarme cada vez que el tiempo daba al otoño ilusiones de verano. Pero todo cambió a partir del momento en el que me puse el pijama a rayas que últimamente venía a ser como mi uniforme. Me dijeron que Mister Swanson quería verme y un aciago presentimiento me acechó.

Al entrar en su despacho, Swanson me dirigió una mirada pétrea, demasiado fría para pasarme desapercibida, a pesar de que él era el hombre más serio que yo había conocido nunca. Improvisé una mueca que pretendía ser una sonrisa, pero no conseguí ablandar el semblante del que sería mi verdugo.
- Spencer, tome asiento –me indicó.

Me senté y escudriñé sus ojos en busca de alguna pista que me ayudara a prever sus intenciones, pero su mirada era un auténtico jeroglífico. Así que mi imaginación voló por su cuenta, poniéndose en el peor de los casos.
- Verá, Spencer... –empezó a decir-. Sabe que últimamente hemos tenido problemas con Canetti. Muchos problemas. Soy consciente de que la responsabilidad no es sólo suya, Spencer, pero a nosotros no nos queda más remedio que tomar una decisión al respecto.

Todas mis sospechas se confirmaban. No podía creerme que aquello me estuviera pasando a mí.
- Míster Swanson, usted sabe que no es fácil meterse en la piel de Canetti. Creo que ambos merecemos otra oportunidad. Además...
- No se equivoque, Spencer. No le estoy pidiendo explicaciones. Ya hemos tomado una decisión.
- Pero, Míster Swanson...
Comencé a protestar, pero me quedé mudo cuando vi cómo aquel hombre frío e imperturbable echaba mano al bolsillo interior de su chaqueta. Durante los escasos segundos en que tardó en sacar el afilado instrumento con el que pretendía matarme, toda mi vida pasó ante mis ojos y me sentí perdido.
- Firme esto –dijo, acercándome un papel y una pluma negra, que en ese momento me pareció el arma más diabólica inventada por el ser humano. No en vano me estaban obligando a firmar mi propia sentencia de muerte.
- No, por favor... ¡no quiero morir así!

Quise llorar pero no pude. Supongo que, tras tantos días enfermo, después de tanta tragedia, no me quedaban más lágrimas por derramar. Pensé unos segundos en lo que el papel que me aguardaba en aquella mesa de despacho significaba y tomé una decisión. Mi decisión.
- Claro, Mister Swanson. Cómo no. Firmaré y se librarán de mí para siempre. Pero no esperen que vuelva. Algún día compraré esta maldita empresa y todos me suplicarán que no les eche a patadas. Se lo aseguro.

Estampé mi nombre en el maldito contrato por el que aceptaba que Canetti, mi personaje en la serie, moría tras una devastadora enfermedad. En el fondo sabía que aquella dimisión forzada derrumbaría por completo mi carrera profesional, pero el orgullo era lo único que aún podía salvar. Me levanté dignamente, con mi pijama a rayas todavía puesto, miré por última vez la cara impertérrita de Mister Swanson y salí del despacho con total solemnidad. Sin duda, había hecho la mejor interpretación de mi vida.
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viernes, 4 de abril de 2008

Radiografía del deseo

Hoy te quiero. No sé si será porque el cielo está azul y en el aire se respira el verano, pero hoy tengo ganas de gritarte que te quiero, aunque no sea cierto. Me resulta tan difícil tragarme el ansia de llenarte la boca de besos, de ahogarte en un abrazo y de aspirar todo el aroma de tu cuello, que casi no puedo respirar.
No eres consciente de todo lo que siento pero ahí reside parte de la magia. En que te espero a escondidas y cuento con los dedos de las manos, a solas, los días que faltan para comerme tu piel a mordiscos. Si ahora mismo escanearan las zonas más íntimas de mi cuerpo y los recovecos secretos de mi cabeza, los médicos del corazón obtendrían una radiografía perfecta del deseo.
¿Te acuerdas del día en que tuve el valor de preguntarte qué rasgo era el que, en tu opinión, mejor me define? Dijiste que me veías como una persona independiente, que hacía siempre lo que quería. Es irónico, porque contigo me siento una tonta sin juicio ni criterio, que aplasta la razón bajo la losa del corazón hasta rozar la frontera de la cordura. Y mis anhelos nunca son suficientes, no me sacio porque quiero al infinito por compañero.
¿Sabes mi problema? Mi problema es que no creo en los príncipes azules ni en los cuentos de hadas. Si así fuera, haría tiempo ya que hubiera desterrado de mi agenda tu nombre. Ni tú eres el hombre perfecto ni maldita falta te hace. A mí, me sacias. De momento, lo haces. No importa que no seas capaz de bailarme un tango ni de copiar las escenas románticas de las películas que vemos. No es que no me guste la caricia cuidada, pero también esas utopías se quedaron prendidas en las páginas de mi adolescencia y mis sueños han dado desde entonces demasiadas vueltas a la ruleta de la vida.Nos acostumbramos a alimentarnos sólo de los pequeños detalles, aunque se vuelvan tan minúsculos que terminemos por no apreciarlos. Vivo de que hoy me digas ¡guapa! con tesón, creyéndolo de verdad, de que me regales un beso de aire. Y mañana, si no tengo ni lo uno ni lo otro, buscaré en mis recuerdos una dosis para mi adicción: imaginar tus dedos recorriendo la media luna de mi cadera, como lo hicieron el otro día. O pensar que estás pensando en mí. A veces con eso basta.

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lunes, 17 de marzo de 2008

Contracorriente

- El pequeño pez nadaba feliz dejándose llevar por la corriente cuando vio un precioso objeto metálico que despedía reflejos dorados. Quiso atraparlo y acabó convertido en un filete rebozado que un horrible monstruo humano se comió sin compasión...

- ¡Ya basta! No hace falta que me cuentes más historias para no dormir. Tampoco necesitas repetir la película de que eres una especie de vegetariano que come de todo menos cosas con escamas. No te comas el pescado y punto. ¡Me tienes harta!

Y Alberto, que llevaba años luchando contra la obligación de nutrirse a base de productos del mar, se metió el trozo de merluza en la boca, lo saboreó y decidió que no estaba tan malo.
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egl, 2003

miércoles, 27 de febrero de 2008

Fetichismo

No fue una buena idea. Vale que fuimos los mejores amantes, que abriste infinitas sendas por mi tímido cuerpo, que tu boca fue la maestra de mi intimidad... Pero no fue una buena idea. Ahora, cuando los veo en su frasco de formol, como testigos lejanos de todo el placer que suspiré, te echo de menos. No debiste regalarme tus labios disecados.
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egl, 2004

miércoles, 20 de febrero de 2008

Sucesos

Todo pasó en la misma noche. A mí, que siempre había sido una persona normal, tirando a vulgar. Estoy seguro de que la causa de aquellos sucesos fue ella, la mujer que me retiró de la tranquilidad, la que revolvió mis pedazos de felicidad hasta que no pude volver a juntar ni una mísera sonrisa.

Esa noche ella había rozado mi mano sin pensar, haciéndome subir muchos peldaños hacia el cielo... para dejarme después caer, hecho un amasijo de huesos crujientes y sangre caliente. Para mí fue el vuelo fugaz de su caricia, para otro el mundo encantado de sus labios carnosos y de su piel secreta.

Me dolió tanto la caída que horas después, cuando intentaba esconderme bajo las sábanas frías de mi cama, ni siquiera sentía nada. Se me había acabado la rabia y sólo quedaba un vacío estúpido. Tumbado boca arriba, quise pensar en mis errores y algo se me metió en el ojo derecho. Al parpadear notaba un pequeño pinchazo, no demasiado doloroso pero sí molesto. Si cerraba el párpado, lo sentía ahí. Si abría el ojo con esfuerzo, también.

“Mierda”, dije en voz alta, y encendí la lámpara de la mesita. Me levanté y me miré en el espejo del armario, abriéndome bien el ojo y dirigiendo la vista en todas las direcciones. Pero no vi nada.

Medio desnudo y descalzo fui al baño para buscar con más detalle al intruso. El foco del espejo daba más luz de la que necesitaba, pero aún así no encontré nada. Me froté el párpado con fruición y sólo conseguí llenarme el ojo de venas rojas. Ahora sí que me dolía. Cogí un trozo de papel higiénico y urgué a ciegas, luego repetí la operación con un bastoncillo de algodón. Nada. Lo di por imposible, pero antes de volver a la cama me eché una gota de colirio para evitar males mayores.

Me acosté bastante cabreado, pero con intención de dormirme a pesar de la molestia. Entonces, tumbado de lado, apreté el ojo con fuerza y por fin terminó. “Seré estúpido”, pensé. “Sólo era una maldita lágrima queriendo salir”.

El suceso me alivió intensamente, pero ahora venía lo peor. La lágrima maldita había logrado llenar mi vacío con desconsuelo. Con los ojos cerrados, la única imagen que venía a mi mente era ella, que se erguía distante y hermosa diez escalones por encima de mí. Yo tendía mi brazo hacia su figura y ella me lanzaba un beso al aire, pero el beso volaba dando círculos y se acababa perdiendo en las sombras.

Por suerte, el alcohol con el que había regado y purgado mis heridas me sumió minutos después en un sueño profundo. No sé lo que soñé, pero me levanté con un espantoso dolor de cabeza. Además, mientras me desperezaba noté un latido en mi labio inferior. Pasé la lengua por el interior y luego por el exterior. Estaba tan hinchado que hasta con la boca entreabierta se unía a su gemelo cerrándome la boca.

Corrí de nuevo al espejo y observé. La hinchazón abarcaba medio labio y me daba un aspecto ridículo y a la vez agradable. Mi boca me recordó a la suya, carnosa y tibia. Su boca... Su recuerdo me causó alegría, pero no fui capaz de sonreír.

Un resorte se activó en mi cabeza y supe que había un culpable. De un vistazo intenso recorrí mi habitación y allí estaba, descansando contra el blanco de la pared, sobre la cama. Entonces intenté reírme pero ni siquiera pude mover las comisuras de los labios para dibujar una sonrisa. Cogí la revista que tenía en la mesita para lecturas fugaces y la enrollé. Me subí a la cama y me acerqué a la pared con sigilo.

¡Paf! El enorme mosquito se estampó contra la pintura blanca. Y, asombrado, comprobé que en su interior no había ni una gota de mi sangre. En cambio, algo salió del cuerpo del insecto muerto, voló hacia mi cara y se coló por el labio hinchado. Las comisuras de mi boca volvieron a la vida. Ese maldito bicho me había chupado la sonrisa.


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egl, 2002

martes, 12 de febrero de 2008

Instrucciones para escribir una historia

[Homenaje a Julio Cortázar]
Se cogen unas hojas de papel, mejor cuanto más gruesas, para que la tinta no se transparente a la otra cara. Nunca usar un ordenador para evitar las radiaciones, nocivas para la imaginación y para gozar de la compañía de Esaida y Ziuna, musas bastante alérgicas a los trastos modernos. Necesitaremos (disponibles en todas las librerías y tiendas de objetos de decoración): una pluma grande de gavilán en edad de procrear, perfecta por su flexibilidad; un frasco de tinta negra marca Acme, pero no de broma, porque entonces nuestra historia se volverá invisible, ilegible, quiero decir; un gorro de escribir, como el que lucía la pequeña cabecita de Wynona Ryder en la película Mujercitas; unos guantes de plástico de los que utilizan los médicos, que permiten conservar la sensibilidad al tiempo que resultan imprescindibles para evitar manchones en nuestros dedos; una mesa de madera de pino de bosque frondoso y enigmático, que desprenda taninos olorosos con el roce; una silla cualquiera; y una ventana con vistas al monte, a la playa, a la selva, al desierto, al pueblo o a la ciudad (a la elección del escriba).

Obsérvese detenidamente al hombre que pasea con su perro Bobby. Si este señor anda despistado, escríbase: “El muchacho merodeaba sin rumbo, ausente a la realidad circundante. Sus cavilaciones flotaban en el frío aire de la tarde, volaban hacia su hogar. En el silencio claro de la luna, al hombre se le escapó un suspiro, y una lágrima brotó de sus verdes ojos, rodó por su mejilla e hizo plaf en la pelambrera de Ulises, su fiel acompañante”. Se continúa la historia en el mismo estilo, de modo que obtengamos la narración desgarrada de un amor perdido, situando al personaje canino como recuerdo viviente del pasado feliz.

Se cena ligero y se duermen diez o doce horas. Al día siguiente, se toma un café fuerte sin leche y, a poder ser, con mucho azúcar. Prohibido terminantemente comer nada que no sea fruta del tiempo, en este caso, jugosos fresones (y nada de nata). Siéntese uno de nuevo en la silla cualquiera, frente a la mesa de madera de pino de bosque frondoso y enigmático. Obsérvese por la ventana a una mujer que toma el sol del mediodía tumbada en una hamaca de rayas amarillas y blancas. Si esta señora esconde sus ojos tras unas gafas de sol, se escribe: “Escondió sus mirada azul tras los cristales opacos de sus gafas. El sol hiriente teñía lenta pero inexorablemente su piel blanca con un manto cobrizo. Pero los rayos tibios no podían teñir de rosa su corazón roto”. Y asóciese el nuevo personaje con el señor del perro Bobby llamado Ulises, hasta tejer una complicada trama de amores y desamores.

Se continúa escribiendo hasta el atardecer, y luego hasta el amanecer. Llénense 20 folios del tirón, se permiten borrones y tachones, siempre que aparenten formas derivadas de la inspiración. Se guarda el gorro de escriba en lugar seguro, se cierra el frasco de tinta negra marca Acme y se da cuenta de un plato grande de lentejas con chorizo. Cuando el reloj de cuco da las dos, se invita a un par de familiares, se les acomoda en un sillón mullido y se les da a leer la historia. Obsérvense detenidamente los minúsculos gestos de las conocidas caras en busca de cualquier señal. Óiganse con educación los comentarios alabadores sobre la susodicha obra. Despídase a los invitados con un gracias, ciérrese la puerta con llave y procédase a hacer una bola con los 20 folios. Deposítense en la papelera más cercana. Duérmanse unas 10 horas de sueño intranquilo, introdúzcase uno en la ducha con agua a 20º centígrados (o su equivalente en Fahrenheit), séquese, vístase y comiéncese de nuevo el proceso.
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egl, 2000

martes, 5 de febrero de 2008

A golpe de confianza

A veces me sorprendo a mí misma sorprendiéndome de qué gran engranaje es el mundo. Y es que miras a tu alrededor y, por increíble que parezca, ¡todo encaja!

Por supuesto que no a la perfección, pero nuestro entorno parece tener una especie de lógica universal. Miras al cielo y hay un avión que te sobrevuela venciendo la Ley de la Gravedad y una chica esperando en el aeropuerto a su novio, que llega de Londres a las 18.35. Todos los de la franja GMT tenemos la misma hora en el reloj y, cuando necesitamos una transfusión, los médicos saben decirnos de qué tipo es nuestra sangre y nos enchufan a una bolsa llena del preciado líquido rojo que ha donado un desconocido. El mundo funciona.

Nuestros ojos han visto desfilar a todos los protagonistas de lo conocido por la pantalla del televisor. Han visto tantas cosas... Y aún así llega el día en que, mirando alrededor, nos resulta increíble comprobar cómo encaja todo. Ojalá nunca perdamos esa capacidad de sorpresa.

Si el mundo funciona tan bien es sin duda gracias al marcado carácter colaborativo que nos ha hecho sobrevivir y evolucionar como especie. Nos necesitamos. Un ejemplo simple. Cuando tiramos un papel a la papelera, no tenemos que preocuparnos más, porque sabemos que otro lo recogerá, y que otro más lo reciclará. Es la magia del trabajo cooperativo. Quizás antes no fuera así, pero hace muchísimo tiempo que descubrimos que el elemento básico para construir una civilización tiene que ver con esa dependencia.

Las sociedades, todo lo nuestro, lo que nos hace humanos, está construido a golpe de confianza. Sobre todo el conocimiento. Hoy sabemos porque otros supieron antes: hicieron, pensaron, escribieron, construyeron, crearon... amaron. Hemos aprendido tanto del pasado... y, sin embargo, sorprende lo ignorantes que somos aún para muchas cosas. Sobre todo para las que no tienen nada que ver con el mundo físico, claro.

Confiamos en desconocidos con nombres importantes y menos en los seres humanos que nos rodean. Cada vez dependemos más de los conocimientos y logros de los demás y, sin embargo, nos rebelamos y desconfiamos por defecto cuando nos quieren vender un producto de la teletienda o una televisión de plasma y 42 pulgadas por menos euros de lo que nos parece razonable.

Aprendemos a confiar hasta que nos hacen daño. Y es entonces cuando nos inventamos eso de que, si no confías en nadie, nadie te defraudará. Nos vendemos a nosotros mismos la teoría del individualismo, hablamos maravillas de la independencia y brindamos por el éxito efímero: tener un piso que le debemos al banco, un coche que es un hijo tonto, una novia en cada puerto, un amigo con el que sólo puedes emborracharte y hablar de fútbol...

A veces, cuando dejamos de sorprendernos por las cosas, olvidamos que casi todo lo que tenemos se lo debemos a nuestro espíritu de equipo, a nuestra competitividad como raza. Olvidamos que solos, sólo tenemos nuestra soledad, una pizza que se queda fría y un cartón de leche que se caduca. Por no hablar de lo difícil que es para una persona sola doblar las sábanas de una cama de matrimonio...

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egl, mayo de 2007

miércoles, 30 de enero de 2008

La felicidad o el arte de sumar

La felicidad es como el hambre a la hora de comer: un día tienes tanta que no hay primero, segundo y postre que te sacien, y otro te das por satisfecho con un yogur y una manzana.

Hoy y a estas horas, mi cuota de felicidad se compone de: hace sol + aún me dura el buen sabor de boca del fin de semana + he recibido un mail de mi madre + he recibido otro de mi amigo Aziz + la música, que siempre está ahí + hemos tenido una rueda de prensa a la que han venido todos los medios + me ha tocado una entrada doble para ir el jueves a un concierto de Pata Negra con mi amigo Pablo + he hablado por teléfono con mi prima Saioa + dos perspectivas: la de charlar esta tarde con mi amigo Lo y el plan para cenar con mis amigas.

De lo que se deduce que: el buen tiempo, los besos –reales o virtuales o en forma de recuerdo-, la música y los planes suman; la gente suma más. Las cosas que restan no las menciono, porque para qué.

Mañana, la fórmula será otra. Qué importa cuáles sean los ingredientes de la receta. Qué importan los factores de la ecuación. Lo importante es sumar y que la suma dé siempre el mismo resultado: una sonrisa y una actitud imparable, imbatible, positiva, generosa. Y, de vez en cuando, una risa en voz alta, aunque sea algo escandalosa.

Hoy me han dicho dos veces que parezco feliz, que transmito alegría. ¿Qué puede ser mejor que eso?

También es cierto que la felicidad es frágil como una copa de champán. Es el cristal de los cómics: dos hombres transportan esa lámina transparente cuando aparece un despistado y se lo come. Puede rajarse levemente o romperse en mil pedazos y todo en un segundo.

En realidad no importa tanta fragilidad, porque la felicidad siempre vuelve. Es una cuestión estadística: en el mundo hay más cosas que suman que cosas que restan. Sólo hay que saber encontrarlas y darles el sentido correcto. Quizás ahí esté el verdadero secreto: en saber que los momentos de bajón son la excepción, la anormalidad, el error del sistema que hay que corregir para que todo vuelva a fluir en la dirección adecuada.

Un truco puede ser usar la memoria selectiva: aplicar la de los peces a los malos ratos y usar la de los elefantes para recordar las cosas buenas de la vida. Si se intenta no es difícil. Hace poco me lo dijo mi sabia madre: “Hija, ya sabes que la mente es un instrumento, úsalo bien”.
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egl, marzo de 2007

lunes, 28 de enero de 2008

La suerte y la levedad del ser

‘La insoportable levedad del ser’. No he leído este libro pero lo tengo por bueno debido a su título, que me parece simplemente genial. No es la primera vez que me pongo a pensar en todo lo que significa, en todo lo que esas cinco palabras sugieren y expresan.

Si me paro a imaginar de qué trata el libro, se me ocurren cosas. Es la historia de una persona que se siente una mota de polvo en el desierto. Alguien a quien la vida ha arrastrado por muchos mares, como si fuera una pluma lánguida llevada por un viento huracanado. Alguien hundido, agotado, hastiado. Acabado.

No puedo recordar si alguna vez me he sentido así: tan minúscula, vulgar e intrascendente como para preguntarme a mí misma si algo merece la pena, si algo tiene sentido en este mundo loco. ¿Alguna vez me ha parecido no poder soportar la levedad de mi ser? Lo pienso y no. Nunca me he sentido desesperadamente insignificante.

La vida a veces te da muchos palos. Yo no me puedo quejar porque no he tenido grandes problemas, ni tampoco una gran cantidad de problemas pequeños juntos. Pero a veces es cierto que me invade cierto derrotismo. Es una sensación de impotencia que te hace darte cuenta de que, por mucho que intentes que las cosas salgan bien, por mucho empeño que pongas en hacer lo correcto, hay miles de factores fuera de tu control. O del control de nadie.

Es aplicar a la vida cotidiana dos postulados científicos tendentes a cargarse de un plumazo toda la racionalidad del universo conocido: la Teoría del Caos y el Principio de Incertidumbre. Ambos vienen a decir las mismas cosas: no todas las cosas responden a normas lógicas y racionales; hay comportamientos imprecedibles; siempre hay cierto grado de indeterminación en la observación. Si nos hubieran enseñado algo de esto en el cole otro gallo nos cantaría.

¿Qué hace más daño? ¿El pensamiento mágico que nos hace creer que podemos parecernos a personajes de cuento? ¿O el pensamiento científico que nos vende la moto de que también nosotros los humanos nos regimos siempre por normas y leyes físicas? En las cosas importantes no lo hacemos. Tampoco nos parecemos a príncipes, princesas u ogros. Por suerte.

La vida es un constante ejercicio de equilibrio: entre intereses, entre sentimientos, entre pareceres. Nos cuesta entender que algo pueda no ser totalmente bueno o totalmente malo, porque nos enseñan a soñar con ideales de perfección. En cambio, la sabiduría consiste en aprender a apreciar matices, en leer en los grises del mundo. Ni la religión ni la ciencia tienen todas las respuestas. Desde luego una más que otra... Pero al final, es la filosofía de supermercado la que nos acaba salvando. Siempre es así.

Todas esas inseguridades y matices son las que algunos llamamos suerte. Azar, casualidad, inspiración... adquiere múltiples nombres pero viene a ser lo mismo. El mundo no es una esfera perfecta.
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La otra mañana fui al centro de salud para una extracción de sangre. Había mucha gente esperando. Pedí la vez y una señora mayor me la dio. Al de un rato llegó un chico y me la pidió a mí. El chico era joven, un poco más que yo quizás, y bastante atractivo. Estábamos en la sala de espera y me miraba. Yo le miraba a él. Cuando me tocó el turno, él entró prácticamente a la vez, detrás de mí. Nos sentamos y las enfermeras empezaron el proceso para sacarnos unos tubitos de sangre. Le tenía a medio metro de mí. Pude oír su nombre y oler su colonia. Compartí un momento que podría calificar de íntimo. No en vano tenía una aguja clavada en mi brazo y él otra. Me estaban sacando sangre y él podía verlo, porque algo me decía que me miraba. Podría haber girado la cabeza y haberle sonreído. Sólo una sonrisa. Un pequeño gesto en un mundo de sucesos. Pero no lo hice. Terminó la extracción, me levanté y me fui, sin siquiera volver a mirarle. ¿Y si le hubiera sonreído? Quizás él me habría devuelto la sonrisa. Quizás me habría comentado lo poco que le gustan las agujas y yo le habría animado -“venga, hombre, que no es para tanto”- y a él le habría gustado la expresión de mi cara al decírselo y, luego, al salir juntos del centro de salud, me habría invitado a un café. Quizás ahora seríamos amigos. O amantes. O ambas cosas.


egl, marzo de 2007

viernes, 25 de enero de 2008

Gratis

Parece que hay gente que aún no se ha dado cuenta de que los besos y los abrazos son gratis...