miércoles, 30 de enero de 2008

La felicidad o el arte de sumar

La felicidad es como el hambre a la hora de comer: un día tienes tanta que no hay primero, segundo y postre que te sacien, y otro te das por satisfecho con un yogur y una manzana.

Hoy y a estas horas, mi cuota de felicidad se compone de: hace sol + aún me dura el buen sabor de boca del fin de semana + he recibido un mail de mi madre + he recibido otro de mi amigo Aziz + la música, que siempre está ahí + hemos tenido una rueda de prensa a la que han venido todos los medios + me ha tocado una entrada doble para ir el jueves a un concierto de Pata Negra con mi amigo Pablo + he hablado por teléfono con mi prima Saioa + dos perspectivas: la de charlar esta tarde con mi amigo Lo y el plan para cenar con mis amigas.

De lo que se deduce que: el buen tiempo, los besos –reales o virtuales o en forma de recuerdo-, la música y los planes suman; la gente suma más. Las cosas que restan no las menciono, porque para qué.

Mañana, la fórmula será otra. Qué importa cuáles sean los ingredientes de la receta. Qué importan los factores de la ecuación. Lo importante es sumar y que la suma dé siempre el mismo resultado: una sonrisa y una actitud imparable, imbatible, positiva, generosa. Y, de vez en cuando, una risa en voz alta, aunque sea algo escandalosa.

Hoy me han dicho dos veces que parezco feliz, que transmito alegría. ¿Qué puede ser mejor que eso?

También es cierto que la felicidad es frágil como una copa de champán. Es el cristal de los cómics: dos hombres transportan esa lámina transparente cuando aparece un despistado y se lo come. Puede rajarse levemente o romperse en mil pedazos y todo en un segundo.

En realidad no importa tanta fragilidad, porque la felicidad siempre vuelve. Es una cuestión estadística: en el mundo hay más cosas que suman que cosas que restan. Sólo hay que saber encontrarlas y darles el sentido correcto. Quizás ahí esté el verdadero secreto: en saber que los momentos de bajón son la excepción, la anormalidad, el error del sistema que hay que corregir para que todo vuelva a fluir en la dirección adecuada.

Un truco puede ser usar la memoria selectiva: aplicar la de los peces a los malos ratos y usar la de los elefantes para recordar las cosas buenas de la vida. Si se intenta no es difícil. Hace poco me lo dijo mi sabia madre: “Hija, ya sabes que la mente es un instrumento, úsalo bien”.
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egl, marzo de 2007

lunes, 28 de enero de 2008

La suerte y la levedad del ser

‘La insoportable levedad del ser’. No he leído este libro pero lo tengo por bueno debido a su título, que me parece simplemente genial. No es la primera vez que me pongo a pensar en todo lo que significa, en todo lo que esas cinco palabras sugieren y expresan.

Si me paro a imaginar de qué trata el libro, se me ocurren cosas. Es la historia de una persona que se siente una mota de polvo en el desierto. Alguien a quien la vida ha arrastrado por muchos mares, como si fuera una pluma lánguida llevada por un viento huracanado. Alguien hundido, agotado, hastiado. Acabado.

No puedo recordar si alguna vez me he sentido así: tan minúscula, vulgar e intrascendente como para preguntarme a mí misma si algo merece la pena, si algo tiene sentido en este mundo loco. ¿Alguna vez me ha parecido no poder soportar la levedad de mi ser? Lo pienso y no. Nunca me he sentido desesperadamente insignificante.

La vida a veces te da muchos palos. Yo no me puedo quejar porque no he tenido grandes problemas, ni tampoco una gran cantidad de problemas pequeños juntos. Pero a veces es cierto que me invade cierto derrotismo. Es una sensación de impotencia que te hace darte cuenta de que, por mucho que intentes que las cosas salgan bien, por mucho empeño que pongas en hacer lo correcto, hay miles de factores fuera de tu control. O del control de nadie.

Es aplicar a la vida cotidiana dos postulados científicos tendentes a cargarse de un plumazo toda la racionalidad del universo conocido: la Teoría del Caos y el Principio de Incertidumbre. Ambos vienen a decir las mismas cosas: no todas las cosas responden a normas lógicas y racionales; hay comportamientos imprecedibles; siempre hay cierto grado de indeterminación en la observación. Si nos hubieran enseñado algo de esto en el cole otro gallo nos cantaría.

¿Qué hace más daño? ¿El pensamiento mágico que nos hace creer que podemos parecernos a personajes de cuento? ¿O el pensamiento científico que nos vende la moto de que también nosotros los humanos nos regimos siempre por normas y leyes físicas? En las cosas importantes no lo hacemos. Tampoco nos parecemos a príncipes, princesas u ogros. Por suerte.

La vida es un constante ejercicio de equilibrio: entre intereses, entre sentimientos, entre pareceres. Nos cuesta entender que algo pueda no ser totalmente bueno o totalmente malo, porque nos enseñan a soñar con ideales de perfección. En cambio, la sabiduría consiste en aprender a apreciar matices, en leer en los grises del mundo. Ni la religión ni la ciencia tienen todas las respuestas. Desde luego una más que otra... Pero al final, es la filosofía de supermercado la que nos acaba salvando. Siempre es así.

Todas esas inseguridades y matices son las que algunos llamamos suerte. Azar, casualidad, inspiración... adquiere múltiples nombres pero viene a ser lo mismo. El mundo no es una esfera perfecta.
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La otra mañana fui al centro de salud para una extracción de sangre. Había mucha gente esperando. Pedí la vez y una señora mayor me la dio. Al de un rato llegó un chico y me la pidió a mí. El chico era joven, un poco más que yo quizás, y bastante atractivo. Estábamos en la sala de espera y me miraba. Yo le miraba a él. Cuando me tocó el turno, él entró prácticamente a la vez, detrás de mí. Nos sentamos y las enfermeras empezaron el proceso para sacarnos unos tubitos de sangre. Le tenía a medio metro de mí. Pude oír su nombre y oler su colonia. Compartí un momento que podría calificar de íntimo. No en vano tenía una aguja clavada en mi brazo y él otra. Me estaban sacando sangre y él podía verlo, porque algo me decía que me miraba. Podría haber girado la cabeza y haberle sonreído. Sólo una sonrisa. Un pequeño gesto en un mundo de sucesos. Pero no lo hice. Terminó la extracción, me levanté y me fui, sin siquiera volver a mirarle. ¿Y si le hubiera sonreído? Quizás él me habría devuelto la sonrisa. Quizás me habría comentado lo poco que le gustan las agujas y yo le habría animado -“venga, hombre, que no es para tanto”- y a él le habría gustado la expresión de mi cara al decírselo y, luego, al salir juntos del centro de salud, me habría invitado a un café. Quizás ahora seríamos amigos. O amantes. O ambas cosas.


egl, marzo de 2007

viernes, 25 de enero de 2008

Gratis

Parece que hay gente que aún no se ha dado cuenta de que los besos y los abrazos son gratis...