miércoles, 20 de febrero de 2008

Sucesos

Todo pasó en la misma noche. A mí, que siempre había sido una persona normal, tirando a vulgar. Estoy seguro de que la causa de aquellos sucesos fue ella, la mujer que me retiró de la tranquilidad, la que revolvió mis pedazos de felicidad hasta que no pude volver a juntar ni una mísera sonrisa.

Esa noche ella había rozado mi mano sin pensar, haciéndome subir muchos peldaños hacia el cielo... para dejarme después caer, hecho un amasijo de huesos crujientes y sangre caliente. Para mí fue el vuelo fugaz de su caricia, para otro el mundo encantado de sus labios carnosos y de su piel secreta.

Me dolió tanto la caída que horas después, cuando intentaba esconderme bajo las sábanas frías de mi cama, ni siquiera sentía nada. Se me había acabado la rabia y sólo quedaba un vacío estúpido. Tumbado boca arriba, quise pensar en mis errores y algo se me metió en el ojo derecho. Al parpadear notaba un pequeño pinchazo, no demasiado doloroso pero sí molesto. Si cerraba el párpado, lo sentía ahí. Si abría el ojo con esfuerzo, también.

“Mierda”, dije en voz alta, y encendí la lámpara de la mesita. Me levanté y me miré en el espejo del armario, abriéndome bien el ojo y dirigiendo la vista en todas las direcciones. Pero no vi nada.

Medio desnudo y descalzo fui al baño para buscar con más detalle al intruso. El foco del espejo daba más luz de la que necesitaba, pero aún así no encontré nada. Me froté el párpado con fruición y sólo conseguí llenarme el ojo de venas rojas. Ahora sí que me dolía. Cogí un trozo de papel higiénico y urgué a ciegas, luego repetí la operación con un bastoncillo de algodón. Nada. Lo di por imposible, pero antes de volver a la cama me eché una gota de colirio para evitar males mayores.

Me acosté bastante cabreado, pero con intención de dormirme a pesar de la molestia. Entonces, tumbado de lado, apreté el ojo con fuerza y por fin terminó. “Seré estúpido”, pensé. “Sólo era una maldita lágrima queriendo salir”.

El suceso me alivió intensamente, pero ahora venía lo peor. La lágrima maldita había logrado llenar mi vacío con desconsuelo. Con los ojos cerrados, la única imagen que venía a mi mente era ella, que se erguía distante y hermosa diez escalones por encima de mí. Yo tendía mi brazo hacia su figura y ella me lanzaba un beso al aire, pero el beso volaba dando círculos y se acababa perdiendo en las sombras.

Por suerte, el alcohol con el que había regado y purgado mis heridas me sumió minutos después en un sueño profundo. No sé lo que soñé, pero me levanté con un espantoso dolor de cabeza. Además, mientras me desperezaba noté un latido en mi labio inferior. Pasé la lengua por el interior y luego por el exterior. Estaba tan hinchado que hasta con la boca entreabierta se unía a su gemelo cerrándome la boca.

Corrí de nuevo al espejo y observé. La hinchazón abarcaba medio labio y me daba un aspecto ridículo y a la vez agradable. Mi boca me recordó a la suya, carnosa y tibia. Su boca... Su recuerdo me causó alegría, pero no fui capaz de sonreír.

Un resorte se activó en mi cabeza y supe que había un culpable. De un vistazo intenso recorrí mi habitación y allí estaba, descansando contra el blanco de la pared, sobre la cama. Entonces intenté reírme pero ni siquiera pude mover las comisuras de los labios para dibujar una sonrisa. Cogí la revista que tenía en la mesita para lecturas fugaces y la enrollé. Me subí a la cama y me acerqué a la pared con sigilo.

¡Paf! El enorme mosquito se estampó contra la pintura blanca. Y, asombrado, comprobé que en su interior no había ni una gota de mi sangre. En cambio, algo salió del cuerpo del insecto muerto, voló hacia mi cara y se coló por el labio hinchado. Las comisuras de mi boca volvieron a la vida. Ese maldito bicho me había chupado la sonrisa.


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egl, 2002

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