miércoles, 27 de febrero de 2008

Fetichismo

No fue una buena idea. Vale que fuimos los mejores amantes, que abriste infinitas sendas por mi tímido cuerpo, que tu boca fue la maestra de mi intimidad... Pero no fue una buena idea. Ahora, cuando los veo en su frasco de formol, como testigos lejanos de todo el placer que suspiré, te echo de menos. No debiste regalarme tus labios disecados.
-.-.-.-.-.-.-.-
egl, 2004

miércoles, 20 de febrero de 2008

Sucesos

Todo pasó en la misma noche. A mí, que siempre había sido una persona normal, tirando a vulgar. Estoy seguro de que la causa de aquellos sucesos fue ella, la mujer que me retiró de la tranquilidad, la que revolvió mis pedazos de felicidad hasta que no pude volver a juntar ni una mísera sonrisa.

Esa noche ella había rozado mi mano sin pensar, haciéndome subir muchos peldaños hacia el cielo... para dejarme después caer, hecho un amasijo de huesos crujientes y sangre caliente. Para mí fue el vuelo fugaz de su caricia, para otro el mundo encantado de sus labios carnosos y de su piel secreta.

Me dolió tanto la caída que horas después, cuando intentaba esconderme bajo las sábanas frías de mi cama, ni siquiera sentía nada. Se me había acabado la rabia y sólo quedaba un vacío estúpido. Tumbado boca arriba, quise pensar en mis errores y algo se me metió en el ojo derecho. Al parpadear notaba un pequeño pinchazo, no demasiado doloroso pero sí molesto. Si cerraba el párpado, lo sentía ahí. Si abría el ojo con esfuerzo, también.

“Mierda”, dije en voz alta, y encendí la lámpara de la mesita. Me levanté y me miré en el espejo del armario, abriéndome bien el ojo y dirigiendo la vista en todas las direcciones. Pero no vi nada.

Medio desnudo y descalzo fui al baño para buscar con más detalle al intruso. El foco del espejo daba más luz de la que necesitaba, pero aún así no encontré nada. Me froté el párpado con fruición y sólo conseguí llenarme el ojo de venas rojas. Ahora sí que me dolía. Cogí un trozo de papel higiénico y urgué a ciegas, luego repetí la operación con un bastoncillo de algodón. Nada. Lo di por imposible, pero antes de volver a la cama me eché una gota de colirio para evitar males mayores.

Me acosté bastante cabreado, pero con intención de dormirme a pesar de la molestia. Entonces, tumbado de lado, apreté el ojo con fuerza y por fin terminó. “Seré estúpido”, pensé. “Sólo era una maldita lágrima queriendo salir”.

El suceso me alivió intensamente, pero ahora venía lo peor. La lágrima maldita había logrado llenar mi vacío con desconsuelo. Con los ojos cerrados, la única imagen que venía a mi mente era ella, que se erguía distante y hermosa diez escalones por encima de mí. Yo tendía mi brazo hacia su figura y ella me lanzaba un beso al aire, pero el beso volaba dando círculos y se acababa perdiendo en las sombras.

Por suerte, el alcohol con el que había regado y purgado mis heridas me sumió minutos después en un sueño profundo. No sé lo que soñé, pero me levanté con un espantoso dolor de cabeza. Además, mientras me desperezaba noté un latido en mi labio inferior. Pasé la lengua por el interior y luego por el exterior. Estaba tan hinchado que hasta con la boca entreabierta se unía a su gemelo cerrándome la boca.

Corrí de nuevo al espejo y observé. La hinchazón abarcaba medio labio y me daba un aspecto ridículo y a la vez agradable. Mi boca me recordó a la suya, carnosa y tibia. Su boca... Su recuerdo me causó alegría, pero no fui capaz de sonreír.

Un resorte se activó en mi cabeza y supe que había un culpable. De un vistazo intenso recorrí mi habitación y allí estaba, descansando contra el blanco de la pared, sobre la cama. Entonces intenté reírme pero ni siquiera pude mover las comisuras de los labios para dibujar una sonrisa. Cogí la revista que tenía en la mesita para lecturas fugaces y la enrollé. Me subí a la cama y me acerqué a la pared con sigilo.

¡Paf! El enorme mosquito se estampó contra la pintura blanca. Y, asombrado, comprobé que en su interior no había ni una gota de mi sangre. En cambio, algo salió del cuerpo del insecto muerto, voló hacia mi cara y se coló por el labio hinchado. Las comisuras de mi boca volvieron a la vida. Ese maldito bicho me había chupado la sonrisa.


-.-.-.-.-.-.-.-
egl, 2002

martes, 12 de febrero de 2008

Instrucciones para escribir una historia

[Homenaje a Julio Cortázar]
Se cogen unas hojas de papel, mejor cuanto más gruesas, para que la tinta no se transparente a la otra cara. Nunca usar un ordenador para evitar las radiaciones, nocivas para la imaginación y para gozar de la compañía de Esaida y Ziuna, musas bastante alérgicas a los trastos modernos. Necesitaremos (disponibles en todas las librerías y tiendas de objetos de decoración): una pluma grande de gavilán en edad de procrear, perfecta por su flexibilidad; un frasco de tinta negra marca Acme, pero no de broma, porque entonces nuestra historia se volverá invisible, ilegible, quiero decir; un gorro de escribir, como el que lucía la pequeña cabecita de Wynona Ryder en la película Mujercitas; unos guantes de plástico de los que utilizan los médicos, que permiten conservar la sensibilidad al tiempo que resultan imprescindibles para evitar manchones en nuestros dedos; una mesa de madera de pino de bosque frondoso y enigmático, que desprenda taninos olorosos con el roce; una silla cualquiera; y una ventana con vistas al monte, a la playa, a la selva, al desierto, al pueblo o a la ciudad (a la elección del escriba).

Obsérvese detenidamente al hombre que pasea con su perro Bobby. Si este señor anda despistado, escríbase: “El muchacho merodeaba sin rumbo, ausente a la realidad circundante. Sus cavilaciones flotaban en el frío aire de la tarde, volaban hacia su hogar. En el silencio claro de la luna, al hombre se le escapó un suspiro, y una lágrima brotó de sus verdes ojos, rodó por su mejilla e hizo plaf en la pelambrera de Ulises, su fiel acompañante”. Se continúa la historia en el mismo estilo, de modo que obtengamos la narración desgarrada de un amor perdido, situando al personaje canino como recuerdo viviente del pasado feliz.

Se cena ligero y se duermen diez o doce horas. Al día siguiente, se toma un café fuerte sin leche y, a poder ser, con mucho azúcar. Prohibido terminantemente comer nada que no sea fruta del tiempo, en este caso, jugosos fresones (y nada de nata). Siéntese uno de nuevo en la silla cualquiera, frente a la mesa de madera de pino de bosque frondoso y enigmático. Obsérvese por la ventana a una mujer que toma el sol del mediodía tumbada en una hamaca de rayas amarillas y blancas. Si esta señora esconde sus ojos tras unas gafas de sol, se escribe: “Escondió sus mirada azul tras los cristales opacos de sus gafas. El sol hiriente teñía lenta pero inexorablemente su piel blanca con un manto cobrizo. Pero los rayos tibios no podían teñir de rosa su corazón roto”. Y asóciese el nuevo personaje con el señor del perro Bobby llamado Ulises, hasta tejer una complicada trama de amores y desamores.

Se continúa escribiendo hasta el atardecer, y luego hasta el amanecer. Llénense 20 folios del tirón, se permiten borrones y tachones, siempre que aparenten formas derivadas de la inspiración. Se guarda el gorro de escriba en lugar seguro, se cierra el frasco de tinta negra marca Acme y se da cuenta de un plato grande de lentejas con chorizo. Cuando el reloj de cuco da las dos, se invita a un par de familiares, se les acomoda en un sillón mullido y se les da a leer la historia. Obsérvense detenidamente los minúsculos gestos de las conocidas caras en busca de cualquier señal. Óiganse con educación los comentarios alabadores sobre la susodicha obra. Despídase a los invitados con un gracias, ciérrese la puerta con llave y procédase a hacer una bola con los 20 folios. Deposítense en la papelera más cercana. Duérmanse unas 10 horas de sueño intranquilo, introdúzcase uno en la ducha con agua a 20º centígrados (o su equivalente en Fahrenheit), séquese, vístase y comiéncese de nuevo el proceso.
-.-.-.-.-.-.-.-
egl, 2000

martes, 5 de febrero de 2008

A golpe de confianza

A veces me sorprendo a mí misma sorprendiéndome de qué gran engranaje es el mundo. Y es que miras a tu alrededor y, por increíble que parezca, ¡todo encaja!

Por supuesto que no a la perfección, pero nuestro entorno parece tener una especie de lógica universal. Miras al cielo y hay un avión que te sobrevuela venciendo la Ley de la Gravedad y una chica esperando en el aeropuerto a su novio, que llega de Londres a las 18.35. Todos los de la franja GMT tenemos la misma hora en el reloj y, cuando necesitamos una transfusión, los médicos saben decirnos de qué tipo es nuestra sangre y nos enchufan a una bolsa llena del preciado líquido rojo que ha donado un desconocido. El mundo funciona.

Nuestros ojos han visto desfilar a todos los protagonistas de lo conocido por la pantalla del televisor. Han visto tantas cosas... Y aún así llega el día en que, mirando alrededor, nos resulta increíble comprobar cómo encaja todo. Ojalá nunca perdamos esa capacidad de sorpresa.

Si el mundo funciona tan bien es sin duda gracias al marcado carácter colaborativo que nos ha hecho sobrevivir y evolucionar como especie. Nos necesitamos. Un ejemplo simple. Cuando tiramos un papel a la papelera, no tenemos que preocuparnos más, porque sabemos que otro lo recogerá, y que otro más lo reciclará. Es la magia del trabajo cooperativo. Quizás antes no fuera así, pero hace muchísimo tiempo que descubrimos que el elemento básico para construir una civilización tiene que ver con esa dependencia.

Las sociedades, todo lo nuestro, lo que nos hace humanos, está construido a golpe de confianza. Sobre todo el conocimiento. Hoy sabemos porque otros supieron antes: hicieron, pensaron, escribieron, construyeron, crearon... amaron. Hemos aprendido tanto del pasado... y, sin embargo, sorprende lo ignorantes que somos aún para muchas cosas. Sobre todo para las que no tienen nada que ver con el mundo físico, claro.

Confiamos en desconocidos con nombres importantes y menos en los seres humanos que nos rodean. Cada vez dependemos más de los conocimientos y logros de los demás y, sin embargo, nos rebelamos y desconfiamos por defecto cuando nos quieren vender un producto de la teletienda o una televisión de plasma y 42 pulgadas por menos euros de lo que nos parece razonable.

Aprendemos a confiar hasta que nos hacen daño. Y es entonces cuando nos inventamos eso de que, si no confías en nadie, nadie te defraudará. Nos vendemos a nosotros mismos la teoría del individualismo, hablamos maravillas de la independencia y brindamos por el éxito efímero: tener un piso que le debemos al banco, un coche que es un hijo tonto, una novia en cada puerto, un amigo con el que sólo puedes emborracharte y hablar de fútbol...

A veces, cuando dejamos de sorprendernos por las cosas, olvidamos que casi todo lo que tenemos se lo debemos a nuestro espíritu de equipo, a nuestra competitividad como raza. Olvidamos que solos, sólo tenemos nuestra soledad, una pizza que se queda fría y un cartón de leche que se caduca. Por no hablar de lo difícil que es para una persona sola doblar las sábanas de una cama de matrimonio...

-.-.-.-.-.-.-.-
egl, mayo de 2007